El gol de Monjardín | OneFootball

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La Galerna

·26 de marzo de 2025

El gol de Monjardín

Imagen del artículo:El gol de Monjardín

Es una tarde de 1926, o quizás del 27, y el campo de Chamartín está lleno hasta la bandera, como suele decirse. Entre el público está Angelita, que por primera vez acude a ver el fútbol y jamás ha visto a tanta gente junta. Al asomarse al graderío los ojos se le agigantan y Agustín, que es quien la ha invitado, sonríe satisfecho. Los ojos de Angelita son, al fin y al cabo, lo único que le gusta de ella.

Él la ha traído sin mucho entusiasmo, pero con decisión, y se esmera poco en explicarle el asunto:


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—Mira, la cosa es sencilla: estos once vestidos de blanco, del Madrid, deben meter la pelota las más veces posibles en el interior de la portería, que son esos palos, del Barcelona. El Barcelona, esos once que visten camiseta azul y roja, a rayas. Y viceversa. Juegan hora y media, dos tiempos de cuarenta y cinco minutos. Ese señor del pito y con los calzoncillos azules es el árbitro. Y esos que corren con banderitas por las rayas de los lados, los jueces de línea. Cuando sale la pelota del campo de juego lo indican levantando el banderín. No hay más.

Aquí empezamos a vislumbrar lo resbaladizos que son los recuerdos, porque jamás pudieron ser once de blanco ni once azulgranas, sino diez y un portero por cada equipo. De todas formas, ¡cuántas cosas más tendría que contar Agustín hoy! Todas las innovaciones que ya damos por metabolizadas: las tarjetas, los cambios, el fuera de juego. Pero también el VAR, los penaltitos, las jugadas residuales, las prometedoras... las costras de lo que nació siendo el juego más fácil del mundo. No cabe duda de que todo se ha complicado demasiado, pero lo esencial está ahí, en esa descripción. Meter un gol más que el rival, no hay más.

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Angelita está un poco decepcionada, esperaba otra cosa. Incluso cuando el Madrid hace el primer gol —lo marca Monjardín, el inevitable delantero centro de la década—, ella argumenta que debería haber muchos más, uno cada cinco minutos. El fútbol es aburrido, dice. Agustín replica que «en la dificultad reside el gusto».

La tarde termina con unas cervezas en la casa de Mahou y una proposición de noviazgo del que saldrá un matrimonio desapasionado —demasiado fácil, cumpliendo con la advertencia de Agustín— y, finalmente, una hija. La casualidad querrá que nazca media hora antes de que en la Puerta del Sol sea proclamada la República.

Todo esto lo sabemos por Max Aub, que quizás estuvo en la grada el mismo día que sus personajes, con la ventaja de que él si fue de carne y hueso (aunque su vida pueda hacer pensar lo contrario). Lo escribió en Las buenas intenciones, la novela en la que el pusilánime viajante comercial Agustín Alfaro recorre una España que ya es una bruma lejana vista desde el México de 1954 y que, sin embargo, late con el pulso de todas las cosas verdaderas y reconocibles.

Entre todos los capítulos, la anécdota del fútbol en Chamartín destaca como un monumento a la ficción involuntaria. No sólo por la imprecisión del personaje fallando en lo más elemental del juego, sino porque cuesta rastrear el partido contra el Barcelona en el que Monjardín —el primer jugador del Madrid en recibir un homenaje tras su retirada— marcase el primer gol de la tarde. Sin embargo, ahí está el dato en la novela, tan preciso como lo son siempre los recuerdos falsos.

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En cualquier caso, da lo mismo. El cortejo casi funcionarial de Agustín con Angelita nos permite el milagro de llegar a quienes sí existieron de verdad cuando ya han entrado en la niebla de los mitos. ¿Qué nubes madrileñas creyó ver Max Aub desde su exilio? ¿Qué gol de Monjardín se le dibujó mientras escribía? La realidad ya no tiene respuestas, pero las letras de la ficción están escritas ahí para siempre, dando fe de un tiempo y un Madrid en el que las parejitas iban al fútbol y a tomar cervezas.

Quien lea la novela sabrá cómo acabó Agustín Alfaro, pero nunca se nos cuenta el destino de la enclenque Angelita, elevada a doña Ángela desde el parto. Aunque cabe suponerla apocada y silenciosa, seguro que alguna vez evocó para su hija y para ella misma su luminosa luna de miel por Andalucía, el momento cumbre de su vida. Y si escarbaba un poco más también llegaría a aquella tarde, la primera de todas. Esa en la que él la llevó a Chamartín, Monjardín metió el primer gol al Barcelona y en la grada todos se volvieron locos. Quizás al contarlo los ojos se le desbordasen de nuevo y podría llegar a recordar, incluso, que ella también fue feliz.

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